Si fuese un
día malo, quizá, tuviese que correr tras ella para agarrarla por la cintura y
decirle que, bueno, eso, que dependo de ella para ser yo. Si este fuera el peor
día, seguramente, la cagaría una vez más y acabaríamos en el metro, ella
llorando y yo intentando consolarla. Intentando consolar a la persona que más
bien me ha hecho y más fuerza se ha dejado en mí. Y si fuese el mejor día, te
prometo que acabaríamos bajo la lluvia corriendo y riendo porque eso hacemos,
correr y reír en un frenesí continuo que nos acerca a nuestro destino, y en ese
momento el mío, eran sus labios. Y sus ojos cerrados mientras me besaba y rayos
y truenos sonando y luciendo mientras yo, olvidaba todo, todo. Y abrimos los
ojos e hizo lo que ella hace siempre: mirarme y girar la cabeza. En ese momento
sonreí como un niño, como si no hubiese un mañana.
Y todavía
hay días en los que me pregunta que qué coño hago con alguien como ella, con un
estorbo, con un nadie que no merece nada porque nunca debería haber existido,
mientras yo callo y pienso que si no fuese yo, el afortunado sería otro.
Y cada día
me preguntaba: ¿Y tú por qué me quieres?
No ves que
solo hago daño.
Que no me
merezco a nadie.
Y que
acabaré muerta, y sola y, nunca querrás volver a acercarte a mí.
Así que no
te vayas. Porque no quiero volver a quedarme sola. Sé lo que se siente, y es
una putada. Un dolor continúo. Una pérdida en bucle.
Y yo
sonreía. Porque, menudas tonterías. Ella nunca podría estar sola. No abrazando
de esa manera. No corriendo como corre. No mirando como mira. No, nunca,
sonriendo como sonríe. No diciéndome te
quiero como si todo esto no fuera más que un mar y yo fuera su salvavidas.
En serio, tenía
una sonrisa que podría paralizarte. Te prometo que el clímax se alcanza si te sonríe
y luego te besa.
Y se
retuerce en tus sábanas.
Y se
abalanza sobre ti como si fueras la última persona en la tierra.
Y como
gruñe y me llama cansino sólo porque no quiero alejarme.
Quería
decir que, si tienes suerte, te saludará por la calle. O te mirará mal en el
metro. Quizá se choque contigo por Madrid y ahí deberías dar gracias a Dios por
ello. Pero que yo, siempre tendré lo que nunca vosotros, es decir, a ella. Bajo
la lluvia o llorando, besándome o huyendo, en
mi cama o en la suya, sobre mi pecho o a 20 kilómetros de distancia. Da
igual. Es mía.
Y no soy su
dueño.
Solo,
el más
afortunado.