Y lo único que podíamos hacer era correr hasta que nos fallasen las fuerzas; aunque no somos lo
suficientemente valientes como para hacerlo.
Abrázame, debería haber dicho.
Pero sólo te hice reír.
Me quité la chaqueta y tú te la
pusiste. Recuerdo el frío. Te recuerdo temblando. Me recuerdo mirándote. No eres ni medio normal, pensé.
Me habría quitado la camisa, me
habría arrancado la piel, te habría dado mis ojos si me lo hubieses pedido.
Pero lo único
que dijiste es: no te vayas de mi lado.
Y quizá no debería recordarte
durmiendo. Quizá no debería recordar tus mordiscos. Quizá olvidar los paseos
por El Retiro. Quizá volver a odiarme si eso quiere decir que tú estarás bien.
No quiero recordar más de aquel
día. No quiero recordar tu pelo húmedo. No quiero recordar tu risa, ni la forma
en que las gotas simulaban ser lágrimas. No, por favor, que se vaya tu cuerpo
corriendo, tu cuerpo pisando charcos, tu cuerpo alzándose a las nubes.
Y ahora, ya no es invierno. Ya no
te veo con tu chaquetita de cuero esperándome todos los viernes a la salida de
aquella librería. Ya no te veo agarrándote a mi brazo lo más fuerte que
pudieses para mirarme desde arriba. Esos ojos. Ya no te veo conmigo paseando
por Madrid, recorriendo cada calle, cada esquina, cada avenida de tu mano. No
te veo cerca de mí: no te veo en mi casa, menos aún en mi cama; no te veo en la
noche, no te veo en las letras, no te veo, joder, mirándome. No te veo, lo sé,
a mi lado.
No puedo hacer nada para
evitarlo. No soy ellos, lo entiendo. No soy nadie, siempre lo he sabido.
Y espero que me perdones porque
voy a tener que romper mis promesas, voy a tener que dejártelas sobre la cama y
salir ahí fuera. Porque esta no es mi vida, no soy yo, es otro el que debería
estar contigo, a tu lado.
Te he dejado sobre la mesita
una foto tuya engullendo todo ese humo, un calendario con todos los días en los
que fuimos eternos y una postal con destino a Santorini. Te espero donde
siempre quisimos vernos.
Echa la llave, cierra todas las
puertas, olvídame, encuéntrale, búscame cuando lo hagas y dilo: deberías haber estado aquí.
“Aquí no he perdido nada, porque nada tuve nunca”, pensaré. Y seguiré
andando hasta el día que decida apagarme.